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Dia 2: Bèziers-Beaune

Cuando uno se plantea una travesía tan larga como la de Madrid-Munich lo menos que puede hacer es prever etapas intermedias en el camino que amenicen la ruta. Las alternativas de entretenimiento a la hora de atravesar Francia en autopista se limitan a encabronarse en el pago de peajes, encabronarse al pagar la gasolina o admirar las obras públicas que jalonan la rutas. Y a eso ultimo dedicamos nuestro segundo día de viaje. El objetivo era el Viaducto de Millau, el puente más alto jamás construido por el hombre y cuya longitud es también como para pasmarse, unos dos kilómetros y medio. Obviamente pasarlo no es gratis ¿Qué os habíais creído?

El viaducto es como un velero de siete mástiles encallado en medio de un profundo valle. Hasta que se inauguró, hace un año o dos, Millau era el punto negro máximo de las carreteras francesas, el sumum del embotellamiento, la pesadilla de los domingueros y la gloria bendita de Gallardón. A veces cuesta, pero a los franceses hay que reconocerles las cosas cuando las hacen bien: la creación de Asterix, el haber dado nombre popular al sexo oral o los Gypsy Kings. Eh, bueno estoy bromeando... todo el mundo sabe que Tintín mola más que Asterix. Por eso cuando, desde más de 20 kilómetros antes ya se puede atisbar el pedazo de puente de la muerte uno siente envidia; pero de la mala, no de esa envidia sana que es cosa de beatas y opusinos. Reconozcámoslo, la envidia es algo tan español como fracasar en los mundiales.









Pero antes de atravesar el viaducto nos desviamos para realizar una pequeña excursión hasta un pueblo distante tan solo una veintena de kilómetros. Aquí tengo que reconocer que Nati tuvo que hacer un pequeño sacrificio dadas sus fobias gastronómicas. El destino: Roquefort sous Soulzon, el pueblo del queso más famoso del mundo. Allí se pueden visitar las cuevas donde se fabrica el azulado manjar. Solo hay media docena de fabricantes de Roquefort en el mundo, todos en ese pueblo, y el queso sólo puede adquirir su sabor característico en las enormes cavas naturales que hay en la escarpada pared de roca en la que se asienta el pueblo. Esas cuevas y su particular (y helado) microclima son el único hábitat conocido en el mundo del hongo que da al Roquefort su peculiar aspecto que se llama Penicillinum Roqueforti.

Yo pensaba que eso de visita a unas cavas de queso seria una actividad solo participada por integristas queseros como yo y que la cosa seria un poco como de andar por casa. Pero para nada, aquello (como siempre ocurre en Francia, maestros de la autopromoción) esta superorganizado y atrae casi tantos turistas como la Torre Eiffel. Bueno, vale, quizás he exagerado un poco.

Llegamos a primera hora de la mañana y allí ya se habían reunido un centenar de Françoises y Jean Pierres con sus Citroën y Renaults. La visita es de lo mas didáctica y hay proyecciones, maquetas, dioramas móviles y espectáculos de luz y sonido (lo juro). Vas todo el tiempo con un guía que te explica la vida y milagros de milenario queso y, al final recorres las laberínticas cuevas, con más de 10 pisos de bodegas para almacenar quesotes. Allí, puestos en infinitas hileras, reposaban miles de quesos. Pero había algo que me escamaba. No olía casi a Roquefort, un aroma que, como todo el mundo sabe, es tan peculiar y reconocible como el del Metro en hora punta. De repente el guía nos dio la explicación, como no estábamos en temporada de producción los quesos que veíamos - y, repito, eran miles de ejemplares- no era más que reproducciones de plástico para hacer bonito.

Me sentía un poco estafado, como cuando descubrimos que el mito erótico de nuestro instituto llevaba sujetador con relleno. Me quede pensando durante un buen rato en los quesos de coña. ¿Os imagináis que sois los comerciales de una empresa de inyección de plástico y un día un tipo os llama desde Roquefort y os encarga 5000 quesos de pega? ¿A que os pensaríais que es un bromazo de Gomaespuma y les mandaríais á la merde?

El caso es que al final de la provechosa visita, toda ella en la lengua de Voltaire, hubo degustación. Y fue entonces cuando nos enteramos que nuestro guía hablaba español aunque con fuerte acento omelette. Nos dijo que si algo no nos había quedado claro nos lo podía explicar pero yo solo intentaba recordar cuántas gilipolleces había dicho durante la visita pensando que nadie me entendía. Obviamente Nati le hizo la pregunta típica "¿A ti te gusta el Roquefort?" y el tipo dijo "A mi si, pero mi padre, que es de Albacete, prefiere el Manchego". Yo dudaba sobre si aquella era la respuesta tipo para agradar al turista y que si hubiéramos sido ingleses hubiera contestado "Mi padre, que es de Leeds, prefiere el Cheddar" o si realmente el tío, que tenia pinta de franchute por los cuatro costados, tenia un padre albaceteño.

Tras la aventura de la leche fermentada estuvimos viendo el puente desde todos los ángulos posibles: por debajo, por encima, desde arriba junto a unos tíos que se tiraban en parapente y hasta hicimos un picnic con el puente como escenario. El puente era como la cerveza, que ves que te estas poniendo hasta arriba de ella y te aturde pero no puedes pasar de ella. Con sobredosis de puente abandonamos el lugar no sin antes parar un par de horas después para rendir homenaje al que era, hasta la culminación del de Millau, el puente por antonomasia de la zona: el bellísimo Viaducto de Garabit, diseñado por Eiffel hace mas de un siglo y por el que sólo transitan ferrocarriles.

La noche la pasamos en Beaune, en un hotel cuyo mayor interés era que para acceder a las habitaciones había que atravesar una puerta con un cartel que avisaba "Zona de silencio", dando por hecho que en el resto del hotel reinaba la algarabía y la francachela típica de los alojamientos franceses. Obviamente al atravesar la puerta se pasaba de la zona de silencio monacal a la de silencio postapocaliptico. Para un español el matiz era bastante difícil de captar.

Bueno, bueno... casi haciéndonos la competencia a los periodistas de viajes. Voy a tener que seguirte los pasos, chico... así que ten cuidado. Seguiré atenta.

Nuria

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