Wednesday, September 27, 2006

Dia 4: Sankt Peter - Heidelberg

Desayunar en Alemania es un ejercicio que oscila entre la maravilla y el extrañamiento. Es francamente estimulante para la gente como yo, que se levanta ya con hambre y que casi mastica el dentífrico al cepillarse los dientes, el encontrarse con un desayuno bien pertrechado: fiambres y embutidos, huevos, panes diversos, mermeladas, jaleas y confituras, etc. Por otro lado uno echa de menos cosas tan rupestres como las galletas y la bollería industrial. Porque vale que en los gasthof vayan de alternativos, sostenibles y comprometidos con la tradición pero es que me fue imposible encontrar en ninguna tienda o supermercado alemán mi ración de grasas polinsaturadas en forma de bollos o galletas.

¡Que infancia más triste han debido tener esos niños alemanes sin Phoskitos ni productos de la Bella Easo! No me extraña que esas carencias les hagan crecer con ideas megalomaníacas sobre el espacio vital o la solución final. Yo, sin una infancia embotada por las magdalenas y los cruasanes rellenos de chocolate seguramente hubiera acabado como Atila, Gengis Kahn o Aznar.

Cuando uno baja a desayunar en el gasthof siente una pequeña satisfacción al poder pronunciar una de las pocas palabras que el español medio sabe en alemán aparte de Jawohl mein Fuhrer - que así escrito no os sonará de nada - pero que si os digo que se pronuncia "Yavol meinfirer" (acompáñese de un entrechocar de talones para incrementar el efecto dramático) ya es otra cosa. La locución en concreto es Guten Morgen, pero ojo que no se ha de pronunciar completa sino como con desdén y sólo la segunda parte; más o menos en plan "Mrgn". En inglés pasa lo mismo, si tu le dices a alguien un cantarín Good morning en lugar del austero "Mrnin'" te toma por Julie Andrews en "Sonrisas y lagrimas".

La mañana de este cuarto día nos lo pasamos en Friburgo, una hermosa ciudad llena de tranvias y de acequias con las que obsequiar al incauto visitante con una fractura abierta de tibia y peroné. Por la tarde recorrimos los montes, pueblos y bosques de la Alta Selva Negra, un lugar donde la madera es como para nosotros los bares y los cotilleos: imprescindible. En cada pueblo hay un aserradero, las casas son de madera, las herramientas de madera, los juguetes de madera.. hasta la comida parece de madera en ocasiones. La abundancia de bosques y praderas te hacen sentir raro, como amenazado por la vegetación; un rollito en plan "Bruja de Blair" algo inquietante. Pero eso no es óbice para disfrutar en esos maravillosos paisajes sacados de una maqueta de tren.

Lo mejor del día fue la visita al pueblo de Schiltach, bello epitome de la arquitectura de la zona. Un lugar lleno de casas con vigas de madera entrelazadas, edificios de aire agro-medieval y calles impolutas. Si, de repente, pudiéramos sacudir un libro gigante de cuentos de los Hermanos Grimm y arrojar su contenido sobre la tierra el resultado seria algo parecido a Schiltach con esas casas como de Hansel y Gretel en cada esquina. No obstante una cierta inquietud se apodero de nosotros frente a la fachada del Ayuntamiento decorada con enormes pinturas murales con inconfundible sabor del realismo social tan apreciado por los regimenes autoritarios. De hecho las pinturas databan de 1942, apogeo del Tercer Reich, y en ella se ven campesinos con aspecto de madelmanes y labriegas de formas rotundamente nacionalsocialistas. Junto a los dibujos había diversos textos escritos en esa caligrafía gótica que da cague ya solo de verla. La lástima es que Nati no pudo traducir lo que en ellas ponía pero seguro que eran aleccionadores sermones acerca de la pureza aria y la bondad de los pogromos. Bueno, seguramente no podría eso porque lo hubieran borrado y en su lugar aparece una receta local para prepara el codillo de madera.

Antes de irnos de Schiltach reparamos en una tienda que solo y exclusivamente vendía ositos de goma. El dueño, al ver que mirábamos el escaparate, salió y nos empezo a explicar algo, pero yo no entendía nada y asentia tontamente mientras aguardaba a que me diese a probar las gominolas con forma de yogui, cosa que hizo después de la parrafada. Al parecer los ositos estaban fabricados totalmente de forma natural (ignoraba que se pudiesen hacer gominolas sin emplear derivados del petróleo o metales pesados). El enigma de qué hacia un señor instalando una tienda de ositos de goma en un pueblo perdido de la Selva Negra en el que los únicos turistas éramos nosotros se mantiene vigente.

La segunda parada memorable de la jornada fue el "Museo al aire libre de la selva negra", una espaciosa área donde se han instalado diversos ejemplos de la arquitectura popular de la zona. Desde los años 60 a la actualidad se han ido llevando madera a madera casas enteras. Y ojo, que las casas-granjas de la zona son del tamaño de un buque. Una vez dentro, uno puede campar a sus anchas y entrar en todas las casas satisfaciendo de esta manera el voyeurismo que anida en nuestro interior. Una de las casas incluso estuvo habitada hasta principios de los ochenta y esta tal y como la dejaron sus ancianos dueños con las alacenas con botes, el peine sobre la repisa del baño, el estropajo en la pila y las revistas de sadomasoquismo debajo del colchón.

Este día dormimos al las afueras de Heidelberg, en un hotel NH cómodo, elegante e impersonal y de precio irrisorio gracias a una oferta internetera. Para cenar nos decidimos por el cementerio también conocido como pueblo que había cerca del hotel. Yo pedí un goulash de proporciones mastodónticas acompañado por la muy bizarra presencia de media pera en su interior. Cuando te ocurren estas cosas te quedas con cara de tonto porque no sabes si esa es la forma tradicional de preparar el plato en la región, si el camarero es un cachondo al que le gusta ver la cara de jabubi que pones o simplemente que el cocinero tiene Parkinson y estaba preparando tu plato al lado de una macedonia. Por si las moscas me lo comí y estaba francamente bueno.

Eran apenas las 9 cuando salimos de cenar por lo que decidimos dar una vuelta por aquella villa camposanto. Como no había nada que hacer nos dedicamos a intentar averiguar si aquellas enormes casas estaban ocupadas por una varias familias. Para ello nos acercábamos a la puerta y escudriñábamos lo que ponía el buzón. Descubrimos dos cosas, que el ratio metros cuadrados de vivienda por alemán es enorme y que aún sigue habiendo alemanes con nombres tan graciosos y raciales como Ute, Udo, Dieter, Otto o Klaus (cuando topábamos con simplismos como Maria o Tom marcábamos la puerta con sangre en espera del angel exterminador).

Sólo nos encontramos con una persona en todo el pueblo, un hombre que fumaba en la puerta de un pequeño cine que había en medio de la villa. El hombre intentó un amable acercamiento pero la tajante respuesta de Nati "No hablamos alemán" corto cualquier esperanza de comunicación. Como me dijo Nati cuando le afee la contestación "Pero ¿para que me voy a esforzar si apenas entiendo nada de lo que dicen y al final se me va a levantar dolor de cabeza y el tipo encima va a pensar que somos parte de un tour de oligofrénicos que han aprendido alemán oyendo a Rammstein?". Cuánta razón y que pena que en Alemania todo el mundo insista en hablar la lengua de Mordor.

Tuesday, September 12, 2006

Día 3: Beaune - Sankt Peter

Aprovechando que estábamos en Borgoña no compramos vino pero visitamos el hermoso Hôtel Dieu de Beaune, con su tejado multicolor. El Hôtel Dieu era un hospicio ya en tiempos de maricastaña pero así, dicho en francés, parece mas un establecimiento de la lujosa cadena hotelera Relais et Chateaux. Dentro aun se pueden ver las camas de los enfermos tal y como se encontraban hace cuatro siglos. Resulta siempre increíble comprobar lo bajita que era la gente antes. Por el tamaño de las camas parece que nadie midiese mas de 1,60 en la Edad Media. A lo mejor era un hospital para hobbits...

Tras Beaune palizon de autopista hasta la frontera Alemana. Paramos a comer antes y entre la modorra de la digestión y el solecito me quede sopa. Cuando me desperté acabábamos de entrar en Alemania y con la boca aun pastosa le pregunte a Nati si habíamos pasado en Rin, y claro que lo habíamos pasado y yo me lo había perdido por gañan. Pensé en decirle que diera media vuelta pero total diez días después deberíamos atravesarlo de nuevo así que no merecía la pena.

Lo primero que sorprende de las autopistas alemanas es que son gratuitas y lo segundo que están llenas hasta los topes de coches y camiones. Los coches son todos Mercedes y Audis, que deben estar de saldo, y, sobre todo, de Wolkswaggens, que, a jurar por su proliferación debe de ser que los regalan en las tapas del yogur. El numero de camiones es increíble. Hay miles de ellos, la mayoría alemanes pero también húngaros, checos, eslavos y algún que otro de El Ejido. Resulta entretenido ver lo que transportan: cerdos, motores, biblias luteranas, bidones de Zyklon B y otros productos típicos germanos. Cuando un camión se pone a adelantar a otro la cosa es un espectáculo pues las normas camioneriles teutonas son muy estrictas y para no desgraciar el tacómetro el camión adelantado va a 100 por hora y el adelantador a 102 por hora con lo que suelen tirarse un par de minutos en paralelo. Eso si, educación y civismo a espuertas. Ni un claxonazo, ni unas luces largas, ni unos malos cuernos vimos en todo el viaje. Ahí íbamos nosotros con nuestro Citroën Saxo por la izquierda adelantando en modo agonía al septuagésimo quinto camión cisterna y mientras tanto una paciente fila de BMWs, Porsches y Mercedes detrás y guardando la distancia de seguridad. Cuando conducía yo a veces les ponía a prueba solo para joder, a ver cuanto aguantaba la formación cívica al volante y me tiraba un buen rato a 100 por hora (y eso que en las autobahns alemanas no hay limite de velocidad) y nada, los tíos aguantaban carros y carretas.


A eso de las 15:00 llegamos a nuestro destino, Sankt Peter, un pueblo en medio de la Selva Negra. Nati había avisado, por si las moscas, que llegaríamos tarde (sobre las 19:00 no os vayáis a creer) pero el adelanto no nos granjeo la simpatía de la mujer del hotel. Llamamos insistentemente a la puerta de la gasthof (los gasthof son una mezcla de casas rurales y posadas medievales) pero parecía no haber nadie. Por fin apareció un hombre y no nos dejo ni explicarnos pues dijo que enseguida vendría su señora. Al rato aprecio ella y nos dijo que nos esperaba para las 19:00 de una forma que parecía que hubiésemos estrangulado a su hijo con nuestras propias manos desnudas. En fin, yo creo que les pilamos en medio de un kiki y, claro, eso jode a cualquiera.


De todas maneras el hotel estaba muy bien y la habitación era magnífica. Los alemanes no tienen el mismo tipo de ropa de cama que los españoles. Allí emplean un edredón directamente y este siempre se encuentra doblado encima de la cama junto con una enorme almohada. Eso si, edredón de plumón de pato en agosto. Y se agradece la verdad.

Pasamos el resto del día yendo de acá para allá por carreteras de la Selva Negra. Esta zona del suroeste de Alemania esta toda ella llena de lo que nosotros, pobres mesetarios de secarral castellano, consideramos bosques increíbles. También abundan las vacas y las granjas de tamaño gigante donde seguramente durante generaciones han cohabitado los granjeros y sus sirvientes en armonía y consanguinidad.

Hicimos varias paradas para caminar y perdernos un poco y también dimos un rulo en barca por el Titisee (ridículo nombre para un precioso lago alpino). Junto al lago había una tienda llena de parafernalia alemana -relojes de cuco, jarras de cerveza, salchichas de látex (quizás después de todo no eran salchichas)- repleta de ciudadanos orientales, chinos concretamente. Lo curioso es que la tienda disponía de, al menos, tres vendedoras, chinas también, para satisfacer los deseos de los consumidores orientales.

Cuando ya caía la noche, es decir a eso de las 19:30, y viendo que nos quedábamos sin cenar, paramos en una posada en medio de la montaña. El lugar parecía uno de esos sitios en los que Van Helsing y su ayudante entran en medio de los Cárpatos. Pese a mis reticencias culinarias para con toda la gastronomía al este de la Línea Maginot, la cena resulto estupenda y fue la única vez en todo el viaje que pude comer pescado (trucha, eso si).

La vuelta al hotel fue como de miedo. Con la tontería de ir de un lado para otro nos habíamos alejado bastante de nuestro lugar de pernoctación con lo que, para evitar llegar muy tarde cogimos un atajo. La expresión "voy a coger un atajo" es junto con "voy a mirar arriba que he oído un ruido" y "no os preocupéis que ya esta muerto" las frases favoritas de los guionistas de las películas de terror antes de que los protagonistas sean brutalmente aniquilados por zombis/vampiros/psicópatas/monstruos (táchese lo que no proceda). Aunque eran menos de las 10 de la noche hicimos 40 km. sin cruzarnos con nadie, ni un alma, ni un coche. Los pueblos que atravesábamos eran lugares fantasmas de calles desiertas y casas con las ventanas apagadas. Para cuando llegamos a nuestra habitación parecía que fueran las 4 de la mañana. Imagino que los alemanes se aguantan todas sus ganas de fiesta y desmelene para Mallorca porque lo que es allí daba la sensación de que habían tocado a muerto.

Friday, September 08, 2006

Dia 2: Bèziers-Beaune

Cuando uno se plantea una travesía tan larga como la de Madrid-Munich lo menos que puede hacer es prever etapas intermedias en el camino que amenicen la ruta. Las alternativas de entretenimiento a la hora de atravesar Francia en autopista se limitan a encabronarse en el pago de peajes, encabronarse al pagar la gasolina o admirar las obras públicas que jalonan la rutas. Y a eso ultimo dedicamos nuestro segundo día de viaje. El objetivo era el Viaducto de Millau, el puente más alto jamás construido por el hombre y cuya longitud es también como para pasmarse, unos dos kilómetros y medio. Obviamente pasarlo no es gratis ¿Qué os habíais creído?

El viaducto es como un velero de siete mástiles encallado en medio de un profundo valle. Hasta que se inauguró, hace un año o dos, Millau era el punto negro máximo de las carreteras francesas, el sumum del embotellamiento, la pesadilla de los domingueros y la gloria bendita de Gallardón. A veces cuesta, pero a los franceses hay que reconocerles las cosas cuando las hacen bien: la creación de Asterix, el haber dado nombre popular al sexo oral o los Gypsy Kings. Eh, bueno estoy bromeando... todo el mundo sabe que Tintín mola más que Asterix. Por eso cuando, desde más de 20 kilómetros antes ya se puede atisbar el pedazo de puente de la muerte uno siente envidia; pero de la mala, no de esa envidia sana que es cosa de beatas y opusinos. Reconozcámoslo, la envidia es algo tan español como fracasar en los mundiales.









Pero antes de atravesar el viaducto nos desviamos para realizar una pequeña excursión hasta un pueblo distante tan solo una veintena de kilómetros. Aquí tengo que reconocer que Nati tuvo que hacer un pequeño sacrificio dadas sus fobias gastronómicas. El destino: Roquefort sous Soulzon, el pueblo del queso más famoso del mundo. Allí se pueden visitar las cuevas donde se fabrica el azulado manjar. Solo hay media docena de fabricantes de Roquefort en el mundo, todos en ese pueblo, y el queso sólo puede adquirir su sabor característico en las enormes cavas naturales que hay en la escarpada pared de roca en la que se asienta el pueblo. Esas cuevas y su particular (y helado) microclima son el único hábitat conocido en el mundo del hongo que da al Roquefort su peculiar aspecto que se llama Penicillinum Roqueforti.

Yo pensaba que eso de visita a unas cavas de queso seria una actividad solo participada por integristas queseros como yo y que la cosa seria un poco como de andar por casa. Pero para nada, aquello (como siempre ocurre en Francia, maestros de la autopromoción) esta superorganizado y atrae casi tantos turistas como la Torre Eiffel. Bueno, vale, quizás he exagerado un poco.

Llegamos a primera hora de la mañana y allí ya se habían reunido un centenar de Françoises y Jean Pierres con sus Citroën y Renaults. La visita es de lo mas didáctica y hay proyecciones, maquetas, dioramas móviles y espectáculos de luz y sonido (lo juro). Vas todo el tiempo con un guía que te explica la vida y milagros de milenario queso y, al final recorres las laberínticas cuevas, con más de 10 pisos de bodegas para almacenar quesotes. Allí, puestos en infinitas hileras, reposaban miles de quesos. Pero había algo que me escamaba. No olía casi a Roquefort, un aroma que, como todo el mundo sabe, es tan peculiar y reconocible como el del Metro en hora punta. De repente el guía nos dio la explicación, como no estábamos en temporada de producción los quesos que veíamos - y, repito, eran miles de ejemplares- no era más que reproducciones de plástico para hacer bonito.

Me sentía un poco estafado, como cuando descubrimos que el mito erótico de nuestro instituto llevaba sujetador con relleno. Me quede pensando durante un buen rato en los quesos de coña. ¿Os imagináis que sois los comerciales de una empresa de inyección de plástico y un día un tipo os llama desde Roquefort y os encarga 5000 quesos de pega? ¿A que os pensaríais que es un bromazo de Gomaespuma y les mandaríais á la merde?

El caso es que al final de la provechosa visita, toda ella en la lengua de Voltaire, hubo degustación. Y fue entonces cuando nos enteramos que nuestro guía hablaba español aunque con fuerte acento omelette. Nos dijo que si algo no nos había quedado claro nos lo podía explicar pero yo solo intentaba recordar cuántas gilipolleces había dicho durante la visita pensando que nadie me entendía. Obviamente Nati le hizo la pregunta típica "¿A ti te gusta el Roquefort?" y el tipo dijo "A mi si, pero mi padre, que es de Albacete, prefiere el Manchego". Yo dudaba sobre si aquella era la respuesta tipo para agradar al turista y que si hubiéramos sido ingleses hubiera contestado "Mi padre, que es de Leeds, prefiere el Cheddar" o si realmente el tío, que tenia pinta de franchute por los cuatro costados, tenia un padre albaceteño.

Tras la aventura de la leche fermentada estuvimos viendo el puente desde todos los ángulos posibles: por debajo, por encima, desde arriba junto a unos tíos que se tiraban en parapente y hasta hicimos un picnic con el puente como escenario. El puente era como la cerveza, que ves que te estas poniendo hasta arriba de ella y te aturde pero no puedes pasar de ella. Con sobredosis de puente abandonamos el lugar no sin antes parar un par de horas después para rendir homenaje al que era, hasta la culminación del de Millau, el puente por antonomasia de la zona: el bellísimo Viaducto de Garabit, diseñado por Eiffel hace mas de un siglo y por el que sólo transitan ferrocarriles.

La noche la pasamos en Beaune, en un hotel cuyo mayor interés era que para acceder a las habitaciones había que atravesar una puerta con un cartel que avisaba "Zona de silencio", dando por hecho que en el resto del hotel reinaba la algarabía y la francachela típica de los alojamientos franceses. Obviamente al atravesar la puerta se pasaba de la zona de silencio monacal a la de silencio postapocaliptico. Para un español el matiz era bastante difícil de captar.

Tuesday, September 05, 2006

Dia 1: Madrid - Bèziers

Bueno, al final pasé bastante de ir escribiendo este blog día a día como había planeado. El problema no fue la falta de cybercafés ni de fluído electrico en las ciudades alemanas sino más bien vaguería. Pero, como resulta un rollo andar contando todo una y otra vez, he decidido escribir las impresiones del viaje a posteriori. asi puedo saborear las experiencias casi tanto como aquel trozo de chucrut que ayer mismo aún pude encontrar entre mis molares al urgar con afán entre ellos.

Hacer un viaje por Europa en coche viviendo en España tiene un serio problema. Madrid esta en el culo del continente por lo que si uno desea atravesar los Pirineos y abandonar la Península tiene contadas opciones. O tira por la carretera de La Coruña o por la de Barcelona y las dos van a parar al mismo sitio: Francia. Francia puede ser un aliciente o un via crucis para cualquier viaje. En Francia nos queman los camiones de fruta, los franceses van dando cabezazos a la gente y las francesas no se depilan el sobaco (como se puede comprobar en cuaquier caseta de peaje de autopista cuando la Dominique o la Marie-Chantal de turno te alarga con una sonrisa diabólica el tiquet de pago).

Las autopistas francesas son caras pero podríaan ser peores claro, podrían ser como las españolas. El trayecto entre Zaragoza y Lerida cuesta como 18 euros y puede que sea la carretera con menos alicientes del planeta incluyendo en esa relacion trayecto Vladivostok-Arkangelsk y la circunvalacion de Helsinki. La autopista catalano-aragonesa atraviesa un erial que hace que el Gobi parezca el escenario de La casa de la Pradera. No hay nada que ver en ese tramo de un centenar largo de kilómetros. Ni un alma, ni un pueblo, ni un paisaje medianamente evocador, nada. El puto erial de los Monegros en todas las direcciones. Y la autopista se ha contagiado del aburimiento del paisaje. Las (escasas) areas de servicio consisten en una gasolinera mugrosa y un bar en donde te clavan por un misero bocadillo de chorizo de Pamplona y una botella de agua.

¡Que diferencia con las autopistas francesas! Porque vale que te clavan 35 euracos por un trayecto entre el Poitou Charentes y el Languedoc Rousillon (quizas es que se pague por la aristocrática sonoridad de los destinos) pero al menos las areas de descanso tienen de todo: tiendas de productos regionales, oficinas de informacion turística fuertemente chauvinista, juegos para niños, duchas gratuítas, areas de picnic arboladas, prostíbulos para clientes abonados a la autopista (este ultimo extremo no lo pude comporbar porque no tenía tarjeta de fidelización de las Autorroutes du Sud de France).

En la autopista de los Monegros el único aliciente, anunciado machaconamente, es que se atraviesa el meridiano de Greenwich (cosa que, por otro lado se pude hacer gratuitamente en otros ochocientos puntos de la Península) . La cosa es curiosa pues tú estas a punto de fenecer de aburrimiento mirando el enésimo matojo del secarral cuando, de repente, ves un cartel que avisa que a 15 kilometros se atraviesa el Meridiano, luego hay un cartel para los 10 km, para los 5 km, para los 2 km, para los 2000 m, los 1000 y los 500. Y asi, en lontananza, distingues un arco esmirriado que va de lado a lado de la carretera y piensas que vas ser como una experiencia extrasensorial, como esas nieblas ectoplásmicas del programa del Iker Jiménez, que vas a atravesar el arco y vas, si no a aparecer en otra dimensión espacio-temporal, si, al menos, a avanzar unos cuantos kilometros y a aparecer en Igualada por lo menos. Pero no, uno pasa debajo del arco y no pasa absolutamente nada. Se escuchó un efecto de sonido según lo atravesamos pero, para que engañarnos, lo hice yo con la boca para parecer que hacíamos algo trascendental.



En fin, que atravesar España es algo muy aburrido por lo que el único aliciente del primer dia fue llegar a ese Las Vegas gualtrapa que es La Junquera. Un lugar en que hay más gasolineras que habitantes. Gasolineras ellas todas llenas de franceses que han apurado el depósito hasta la extenuación para poderse ahorrar unos centimos y de españoles repostando por última vez combustible a precio simplemente abusivo y no directamente de robo como ocurre más allá de la frontera. Una vez en Francia, la primera gasolinera debe de estar como a 50 kilómetros, con lo que se constata que La Junquera ha traído la ruina al honrado gremio de gasolineros fronterizos galos.

En La Junquera también hay muchos supermercados donde uno disfruta viendo lo que compran los franceses al regreso de sus vacaciones en la Costa Brava: alcohol -incluyendo ese brebaje llamado pastis-, tabaco, gominolas, chorizos, pegatinas del toro de Osborne, camisetas de Bisbal o incluso ¡paelleras!. No quisiera ser yo ese señor allá en Normandia al que su vecino le invita a una 'sabrosa paella' tal y como vió hacer en un chiringuito de Tossa de Mar.

Dormimos en Beziers, pero a las afueras asi que no se ni como es la ciudad. Cenamos malamente y encima medio pronto para irnos adaptando al inhumano horario de comidas europeo.

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